miércoles, 3 de octubre de 2012

9 de octubre: Amigas para siempre

Una adolescencia compartida recordada desde la edad madura por dos amigas destinadas a reencontrarse. Ya iba siendo hora de comentar una novela epistolar y nos hemos decidido por una de nuestras clásicas contemporáneas: Carmen Martín Gaite. Nubosidad variable, publicada en 1992, supuso el retorno a la novela de su autora después de 14 años dedicados al ensayo, y escogió para volver su temática favorita: la remembraza.
Durante esos años, “el credo literario de la autora no ha variado sustancialmente pero se ha visto enriquecido con una técnica que acota y fija de forma maestra todo el mundo de significaciones que se proyecta”, afirma el filólogo Antonio Torres, en un estudio sobre la técnica narrativa de la novela: “Unos mismos acontecimientos son evocados según el punto de vista de varios personajes que están dentro de la historia, y no solo de varios personajes, sino de los diferentes focos de las protagonistas niñas y adultas. Narrador y personaje coinciden con las dos focalizaciones básicas. Su punto de vista es el que rige el relato, con sus limitaciones, sus ignorancias momentáneas y su voluntad a la hora de contar al lector un hecho con mayor o menor exhaustividad y por entero o solo en parte.”
Recuerdos, de un lado, y amistad de otro. La también filóloga Carmen Servén se centra  en aquello que las protagonistas comparten: un código privado que, en una reunión causal, las hace sentirse unidas después de décadas de separación, y las lecturas que disfrutaron juntas en su apasionada juventud y en solitario durante su difícil madurez: Bécquer y Jorge Manrique, Faulkner, Flaubert, Ruth Rendell y Patricia Highsmith, Katherine Mansfield, Edgar Allan Poe, Eça de Queiroz, Jardiel Poncela, los sonetos de Garcilaso y Petrarca, Baudelaire, Shakespeare... y hasta los cuentos de hadas.
Si tú escribes con tu caligrafía inconfundible, después de tantos años sin recibir una carta tuya: «Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre», ya es distinto. La palabra «siempre» recupera poderes de talismán, levanta la tapa del ataúd donde yacía la Bella Durmiente, y a la señorita Montalvo y a mí, que ahora me llamo señora de Luque, nos vuelve al unísono el color a las mejillas. Fíjate, aun en el caso de que nuestro viejo profesor se hubiera muerto, que bien pudiera ser, sus palabras, sólo por traérmelas a la memoria ahora tú, se abren camino entre la maleza que ocultaba el castillo de la Bella Durmiente a la vista de los profanos, y me llegan tan directamente a espabilar el corazón y los sentidos como las de nuestra conversación del otro día, la cual también, por cierto, estaba languideciendo y volviéndose discutible y borrosa sin tu concurso. Es decir, que la liebre en el erial empezaba a vivir de respiración asistida, igual que nuestros años de instituto, Guillermo y el reloj que había al final de tu pasillo de la calle de Serrano. Precisamente llevaba varios días preguntándome: «¿Pero vi a Mariana de verdad? ¿Y ella a mí? ¿Y qué vería al mirarme, si nos vimos? ¿Será verdad que me mandó escribir?» En cambio ahora, sé seguro que no lo he inventado, porque me mandas un plano de la habitación desde la que acusas recibo de mis deberes y me pides que siga, porque me cuentas lo que te dije en el cóctel, y porque te acuerdas hasta del color del traje que llevaba puesto en mi casa aquella tarde de junio en que yo empezaba a sufrir por causa de Guillermo, antes de que te fueras a vivir a Barcelona y dejara de verte ya del todo, un vestido rojo, sí, de escote cuadrado, me lo trajo mi madrina de París. Como de cuento de hadas, ¿verdad? Luego te contaré ese cuento del traje rojo si viene al caso, aunque de repente son tantas las historias que se me agolpan pidiendo turno para salir a flote que no sé por dónde voy a empezar. De momento me limito a disfrutar de tu carta y sumergirme en sus «¿te acuerdas?», como si me dejara besar por el sol después de un largo invierno.
No nos damos cuenta, Mariana, de lo maravilloso que es poderle preguntar a alguien: «¿Te acuerdas?», y notar que sí, que se acuerda. 
Carmen Martín Gaite, Nubosidad variable

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