miércoles, 5 de enero de 2011

11 de enero: De Nobel


“Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras. […] Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia. […] La literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.”
Lectura, escritura y literatura fueron los tres ejes con los que vertebró Vargas Llosa su
discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura de 2010, titulado “Elogio de la lectura y la ficción”. Entremedias, valoraciones políticas, recuerdos familiares y agradecimientos que llevaron a que su discurso fuera reseñado en prensa como el del Nobel “que lloró y que hizo llorar”.
Tras tantas quinielas perdidas y tantos años de carrera, ni él mismo esperaba ya ese reconocimiento. Nobel o no, nosotros lo sentimos muy cerca, pisó las mismas calles que nosotros en un tiempo en que “la dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas”, casi todos lo hemos leído y estudiado (por devoción u obligación, que para algo ha estado en todos los programas de bachillerato) y ahora lo celebramos leyendo una de sus novelas más divertidas: La tía Julia y el escribidor. Para ilustrar esta entrada, no acudimos, sin embargo, a un fragmento de las locas historias del escribidor, sino a la paralela autobiográfica: el momento en que Varguitas acude al teatro a ver la obra que, décadas después, recuerda en su discurso en Estocolmo, La muerte de un viajante:

El magno programa de ese domingo (en el que, creo, se decidió estelarmente buena parte de mi futuro) comenzó bajo los mejores auspicios. Había pocas ocasiones, en la Lima de los años cincuenta, de ver teatro de calidad, y la compañía argentina de Francisco Petrone trajo una serie de obras modernas, que no se habían dado en el Perú. Nancy recogió a la tía Julia donde la tía Olga y ambas se vinieron al centro en taxi. Javier y yo las esperábamos en la puerta del Teatro Segura. Javier, que en esas cosas solía excederse, había comprado un palco, que resultó el único ocupado, de modo que fuimos un centro de observación casi tan visible como el escenario. Con mi mala conciencia, supuse que varios parientes y conocidos nos verían y maliciarían. Pero apenas comenzó la función, se esfumaron esos temores. Representaban La muerte de un viajante, de Arthur Miller, y era la primera pieza que yo veía de carácter no tradicional, irrespetuosa de las convenciones de tiempo y espacio. Mi entusiasmo y excitación fueron tales que, en el entreacto, comencé a hablar hasta por los codos, haciendo un elogio fogoso de la obra, comentando sus personajes, su técnica, sus ideas, y luego, mientras comíamos embutidos y tomábamos cerveza negra en el Rincón Toni de la Colmena, seguí haciéndolo de una manera tan absorbente que Javier, después, me amonestó: “Parecías una lora a la que le hubieran dado yohimbina”. Mi prima Nancy, a quien mis veleidades literarias siempre le habían parecido una extravagancia semejante a la que tenía el tío Eduardo —un viejecito hermano del abuelo, juez jubilado que se dedicaba al infrecuente pasatiempo de coleccionar arañas—, después de oírme perorar tanto sobre la obra que acabábamos de ver, sospechó que mis inclinaciones podían tener mal fin: “Te estás volviendo locumbeta, flaco”.
Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor
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