martes, 2 de noviembre de 2010

9 de noviembre: Enemigo íntimo


Hija de divorciados, su madre le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar bebiendo aguarrás. Lesbiana, solitaria, amante de los gatos (dedicó su novela Spider a su gato) y de los ¡caracoles!, en sus primeros años, su libro de cabecera fue La mente humana, de Karl Menninger, un tratado sobre alteraciones de la psique. "La autora que escribe sobre los hombres como una araña escribiría sobre las moscas" es la frase más repetida sobre su literatura en las contraportadas.
Si nos dejamos llevar por lo que sobre Patricia Highsmith ha llegado a decirse, la sesión que le dedicaremos será una de ésas devoradas por la personalidad del autor. Caracoles aparte, Highsmith demostró tanta generosidad respecto a su arte, que esperamos corresponderle con la misma moneda. La escritora inicia así su ensayo, Suspense, cómo se escribe una novela de intriga: "Al escribir un libro, a la primera persona a la que deberías complacer es a ti mismo. Si eres capaz de divertirte durante todo el tiempo que te lleve escribir el libro, más adelante también divertirás a los editores y a los lectores". Y con esta idea lo finaliza: "Termino este libro con la sensación de que me he olvidado de algo, de algo de vital importancia. Así es. Es la individualidad, es el gozo de escribir, que en realidad no puede describirse, no puede captarse con palabras y transmitirse a otra persona para que lo comparta o utilice. Es el extraño poder que tiene el trabajo de transformar una habitación, cualquier habitación, en algo muy especial para un escritor que ha trabajado en ella, y que en ella ha sudado y maldecido y tal vez conocido unos pocos minutos de triunfo y satisfacción". El gozo de escribir, en definitiva. Y de leerla: aquí os dejamos con su criatura Tom Ripley:

—Marge, tienes que comprender que no estoy enamorado de ti—dijo Tom frente al espejo e imitando la voz de Dickie, más aguda al hacer énfasis en una palabra, y con aquella especie de ruido gutural, al terminar las frases, que podía resultar agradable o molesto, íntimo o distanciado, según el humor de Dickie—. ¡Marge, ya basta!

Tom se volvió bruscamente y levantó las manos en el aire, como si agarrase la garganta de la muchacha. La zarandeó, apretándola mientras ella iba desplomándose lentamente, hasta quedar tendida en el suelo, como un saco vacío. Tom jadeaba. Se secó la frente tal como lo hacía Dickie, buscó su pañuelo, y, al no encontrarlo, sacó uno de Dickie del primer cajón de la cómoda, luego siguió con su actuación delante del espejo. Entreabrió la boca y observó que hasta sus labios se parecían a los de Dickie cuando éste se hallaba sin aliento después de nadar.

—Ya sabes por qué he tenido que hacerlo —dijo, sin dejar de jadear y dirigiéndose a Marge, pese a estar contemplándose a sí mismo en el espejo. —Te estabas interponiendo entre Tom y yo... ¡Te equivocas, no se trata de eso! ¡Pero sí hay un lazo entre nosotros!

Dio media vuelta y, sorteando el cadáver imaginario, se acercó sigilosamente a la ventana. Más allá de la curva de la carretera, podían verse los escalones que subían hasta el domicilio de Marge. Dickie no estaba allí ni en los tramos de carretera visibles desde la ventana.

"Tal vez estén durmiendo juntos", pensó Tom, sintiendo un nudo de asco en la garganta. Se imaginó el acto, torpe, chapucero, dejando insatisfecho a Dickie y maravilloso para Marge. Se dijo que a la muchacha le agradaría hasta que Dickie la torturase. Se acercó rápidamente al ropero y sacó un sombrero de la estantería de arriba. Era un pequeño sombrero tirolés, adornado con una pluma verde y blanca. Se lo encasquetó airosamente, sorprendiéndose al comprobar lo mucho que se parecía a Dickie con la parte superior de la cabeza oculta bajo el sombrero. De hecho, lo único que les diferenciaba era que su pelo era más oscuro. Por lo demás, la nariz… al menos su forma en general... la mandíbula enjuta, las cejas si les daba la expresión apropiada...

—¿Qué diablos estás haciendo? Tom se volvió rápidamente. Dickie estaba en la puerta. Tom comprendió que debía de haber estado en la verja al asomarse él momentos antes, por eso no le había visto.


Patricia Highsmith, El talento de Mr. Ripley

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