martes, 6 de julio de 2010

13 de julio: Callejeando


Si nos situáramos en El Cairo de la primera mitad del siglo XX y habláramos del menor de siete hermanos, hijo de funcionario, que acabará trabajando en el Ministerio de Asuntos Religiosos, después de haber estudiado la historia de su país y a los filósofos occidentales, quizá podríamos estar hablando de un personaje de la Trilogía del Cairo, pero no, estamos hablando de su autor: Naguib Mahfuz. Ha sido considerado el padre de las letras árabes, para unos por obra y gracia de la concesión del Nobel de literatura en 1988, para otros porque fue el primer escritor árabe que, en vez de escribir en árabe clásico, limitó éste al narrador dejando para los personajes el árabe coloquial, matiz que, por desgracia, no podemos apreciar en las traducciones. Entre dos palacios es el primer libro de una trilogía impuesta por la industria editorial de su tiempo, ya que, al negarse a publicar un libro de mas de 900 páginas por miedo a no venderlo, el editor le propuso a Mahfuz hacer una trilogía aprovechando las dos grandes elipsis temporales que la dividen, y éste aceptó, dando a cada libro el nombre de una calle de El Cairo: Entre dos palacios, Palacio del deseo y La azucarera. La trilogía fue un gran éxito de ventas y crítica, no en vano, cuando la academia sueca de dio el Nobel a Mahfuz, la consideraron “una demostración del arte árabe, el cual posee validez universal”. Entre mezquitas, tiendas y burdeles, disfrutemos callejeando por El Cairo, acompañando a la familia de Ahmad Abd-el Gawwad, a quien vemos, en este fragmento, imponiendo su ferrea ley:
El señor clavó en ella una mirada penetrante hasta que la mujer bajó la vista con sumisión, mientras él volvía a un estado de irritación y tristeza tal que condensó toda la ira en su pecho. Empezó a golpearse las costillas con el deseo de respirar o de buscar ayuda, luego gritó con voz tempestuosa:
— ¡Sabemos todo eso! ¡He aquí un novio que se presenta a pedir la mano de tu hija! ¡Déjame oír tu opinión!

Ella sintió que su pregunta la llevaba hacia un pozo sin fondo y dijo, sin vacilar, mientras extendía las palmas de las manos con calma:

—Mi opinión es la tuya, señor, no tengo otra.
—Si es como tú dices —rugió—, no habrías venido a hablarme del tema.

—Sólo te he hablado, señor, para informarte de la seriedad del asunto —dijo con acento apasionado y temeroso—, ya que mi deber me obliga a informarte de todo lo que se relaciona, de cerca o de lejos, con tu casa.
Él movió la cabeza, furioso, diciendo:

—¿Quién sabe? ¡Dios! ¿Quién sabe? Tú no eres más que una mujer y todas las mujeres sois tontas. El matrimonio, especialmente, os hace perder la cabeza. Quizá tú...

—Señor, ¡Dios me libre de que pienses así de mí! —le interrumpió ella con voz trémula—. Jadiga es tan hija mía, de mi carne y de mi sangre, como tuya... Su suerte me parte el corazón. En cuanto a Aisha, está aún en la primavera de la vida y no le perjudicará esperar hasta que Dios ayude a su hermana.
Él empezó a atusarse el espeso bigote con gesto nervioso y, de repente, se levantó preguntando, como si se acordara de algo:
—¿Lo sabe Jadiga?
—Sí, señor. Sacudió la mano colérico mientras chillaba:
—¿Cómo pide este oficial la mano de Aisha a pesar de que nadie la ha visto?
—Te he dicho, señor, que seguramente oyeron hablar de ella —replicó con vehemencia, a la vez que le temblaba el corazón.
—Pero él trabaja en la comisaría de el-Gamaliyya, es decir, en nuestro barrio; es como si formara parte de su gente.
—Jamás los ojos de un hombre se han posado sobre ninguna de mis hijas desde que dejaron la escuela siendo aún muy pequeñas —dijo la madre presa de una gran excitación.

Él dio una palmada y le gritó:

—¡Calma..., calma! ¿Crees que yo dudo de eso, buena mujer? Si lo hiciera el asesinato mismo me sabría a poco. Yo sólo hablo de lo que se le podría pasar por las mientes a algunos que no nos conocen. “Jamás los ojos de un hombre se han posado sobre ninguna de mis hijas.” ¡Bravo! ¿Habrías querido que se posaran sobre ellas? ¡Loca disparatada! Yo repito lo que habrán propagado las lenguas desvergonzadas de la gente. Cierto... Es el oficial del barrio, recorre nuestras calles de la mañana a la noche, y no sería de extrañar que alguien pensara en la posibilidad de que haya visto a una de las dos chicas, cuando sepan que se casa con ella. No me gusta, no quiero entregar mi hija a nadie si eso va a levantar sospechas sobre mi reputación; es más, sólo llevaré a mi hija a la casa de un hombre cuando me demuestre que lo primero que lo ha impulsado a casarse con ella es su deseo sincero de emparentar conmigo..., conmigo..., conmigo..., “Jamás los ojos de un hombre se han posado sobre ninguna de mis hijas.» ¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, Amina!
La madre lo escuchó sin decir palabra y se hizo el silencio en la habitación. Luego el hombre se levantó, lo cual anunciaba que se iba a vestir y a prepararse para volver a la tienda. Ella se apresuró a levantarse mientras el señor sacaba los brazos de la galabiyya y la alzaba para quitársela, pero se detuvo antes de que el escote le traspasara la barbilla y dijo con la prenda arremangada por encima del hombro como la melena de un león:
—¿El señorito Fahmi no ha medido la trascendencia de la petición que le ha formulado su amigo? —Luego, moviendo la cabeza con pena—: La gente me envidia por tener tres hijos varones y la verdad es que sólo tengo hembras..., cinco hembras.
Naguib Mahfuz, Entre dos palacios
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